La neuroeducación, ¿un nuevo mito del cerebro?

Vivimos en un país y en un sistema educativo donde ni todo el mundo lo hace mal ni todo el que lo hace mal lo hace mal siempre. Tenemos muy buenos profesionales, pero lo triste es que estemos llenando de "neuros" todos los campos del conocimiento, con el peligro de crear una burbuja que un día nos puede estallar en la cara.

Con gran éxito, entre los días 26 a 28 del pasado mes de abril se ha celebrado en Madrid el I Congreso Nacional de Neurociencia Aplicada a la Educación. Más de 600 profesionales de toda España llenaron a rebosar el Teatro Amaya de la capital. Las ponencias celebradas han hecho alusión lógicamente a temáticas pedagógicas y de aprendizaje, pero todas ellas han incluido como denominador común las neurociencias.

La que con muy buena didáctica y mejor semántica impartió José Ramón Alonso Peña, catedrático de Biología Molecular en la Universidad de Salamanca, sobre educación y plasticidad neuronal, concluyó con diez consejos prácticos dirigidos a la audiencia y basados en el conocimiento científico actual sobre el cerebro humano y su funcionamiento. Esos diez acertados consejos, que por ser aquí innecesarios no voy a repetir, tienen todos ellos una característica muy especial: para poder aplicarlos no es necesario saber nada de neurociencia.

Mal andamos los neurocientíficos si lo que trasladamos al mundo de la educación es algo de lo que los educadores pueden prescindir sin perder apenas capacidades. Sería lamentable que la neurociencia se convirtiera, como lo fue la psicología en su día, en una especie de florero para vestir de cientifismo los procedimientos pedagógicos actuales, muchos de ellos fundamentados en una fenomenal tradición secular. Vivimos en un país y en un sistema educativo donde ni todo el mundo lo hace mal ni todo el que lo hace mal lo hace mal siempre. Tenemos muy buenos profesionales, pero lo triste es que estemos llenando de "neuros" todos los campos del conocimiento, con el peligro de crear una burbuja que un día nos puede estallar en la cara. Ya veo a algún ilustrado del futuro reclamándonos dentro de unos años los prometidos milagros del matrimonio de la ciencia del cerebro con los demás saberes.

Quienes crean que los neurocientíficos vamos a decirle a los profesionales de la educación cómo tienen que hacer las cosas se equivocan. Hoy por hoy, lo mejor que puede hacer la neurociencia es explicar por qué funciona lo que funciona y por qué no funciona lo que no funciona. Y no es poco, porque ese conocimiento puede servirle a los maestros y profesores para reafirmarse en los procedimientos que dan buenos resultados y reclamar las ayudas y los medios que les permitan extenderlos y profundizar en ellos. Aunque no vamos a descubrir fórmulas milagrosas para solucionar los problemas de la educación, es cierto que también podemos fundamentar científicamente la falacia de mitos como el muy extendido de que lo único que utilizamos es el 10 por ciento del cerebro o que el cerebro adulto no genera nuevas neuronas. Está bien saberlo, pero, además de fundamentos, ese tipo de conocimiento no añade apenas valor práctico a los profesionales de la educación para ejercer su oficio.

Los neurocientíficos nos asombramos cuando descubrimos cosas como que en la corteza cerebral hay áreas especialmente configuradas para adquirir los sonidos del lenguaje, la poda de sinapsis que se produce en el cerebro durante la adolescencia, los brotes de espinas dendríticas que surgen en el hipocampo cuando memorizamos o las metilaciones del ADN que hacen posible la epigenética y la influencia del ambiente sobre la expresión de los genes, pero ese conocimiento tan específico y particular no debe alimentar nuestra vanidad hasta el punto de hacernos creer que vamos a descubrir con él todos los secretos de complejos espacios educativos donde interactúan múltiples factores biológicos y sociales.

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El hipocampo se encoje con la edad al perder las neuronas parte de sus proyecciones hacia otras regiones del cerebro y eso hace que perdamos capacidad de memoria, algo que ya sabíamos que ocurría sin conocer el por qué. El conocimiento, todo el conocimiento, siempre es bueno y ha de ser bienvenido, pero la vanidad siempre es mala, especialmente cuando se alimenta invadiendo terrenos profesionales que no son el propio. No hagamos de la neurociencia otro mito más de los muchos que hay sobre el cerebro. Acerquémonos al mundo de la educación con humildad, no sólo con la intención de ayudar, sino también con la de aprender, porque muchas veces nuestros estudios de laboratorio parten precisamente de la constatación de lo que ya funciona en la práctica y son otros, y no precisamente los neurocientíficos, quienes lo han descubierto. Aristóteles dijo que en la enseñanza no hay que empezar por el principio, sino por lo que más motiva. Lo dijo sabiendo que lo que motiva emociona, pero sin saber que las emociones activan hormonas suprarrenales, como la adrenalina, que facilitan la formación de la memoria en el cerebro. Hemos aprendido de él tanto o más de lo que él hubiera aprendido hoy de nosotros.

Para saber más: Aprender, recordar y olvidar: Claves cerebrales de la memoria y la educación (Ariel, 2014)

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